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           destacan que la condicion indígena deriva de causas económicas y políti-
           cas que operan desde los “cincuenta y cinco o sesenta años que han trans-
           currido desde la excursión de Mansilla a los ranqueles” (id.). En el epílogo
           de la obra se lee que “la Argentina perdió una raza de hombres sanos y
           trabajadores de más de cincuenta mil almas” y que en la época actual “se
           está cometiendo un crimen con el miserable resto de los indios de ayer”.
           Culmina su llamamiento indigenista amparándose en la ética de la clemen-
           cia al citar las quejas de Mariano Rosas a Lucio V. Mansilla por esa civiliza-
           ción siempre prometida, pero nunca otorgada, alineándose así al discurso
           misional  de  los  sacerdotes  católicos:  “los  indios  son niños  grandes  que
           necesitan a un hombre que haga de padre y los proteja” (ibid.: 58-59).


           Conclusión: la colonialidad del poder a la luz
           de un sacrificio interrumpido

           Luis Ruez es un leal súbdito del káiser Guillermo II hasta que los sucesos
           que siguen a la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial lo convierten
           en un disidente de raigambre conservadora y católica, que inmediatamente
           se vuelve entusiasta comandante de un Freikorps en lucha contra “los ro-
           jos” y los judíos, para finalmente escapar hacia la Argentina y tornarse un
           “refugiado político”.
              Pero Ruez también es un inmigrante, culto y educado, que se une a los
           contingentes de colonos, esto es, los pioneros “civilizadores” de las fronte-
           ras interiores de un país situado, como supo decir Bernardo Canal Feijóo,
           en el “confín de Occidente”. Así, notemos que cuando la nave que trans-
           porta a Luis Ruez se va acercando al continente americano, el expulsado, el
           que huye para salvar su vida, empieza a jugar con la idea de transformarse
           en un noble terrateniente en la tierra que recibirá su impulso civilizador (Kul-
           tur). “Había soñado con ser estanciero; ya me veía sentado a la sombra en
           mi galería, dando las órdenes del día a mi mayordomo, sumisamente de pie
           delante de mí” (Ruez 1955: 500; “Comienzo”: 121). Si bien aflora aquí una
           pizca de ironía, el ensueño de señor rural en la mente de un alemán que
           apenas acababa de salvar su vida nos pone en la pista de una situación
           histórica estructural.
              Todas las colonias en las que vive Ruez —salvando la de Entre Ríos—
           se sitúan en “territorios nacionales” (incluso en sus respectivos márgenes).
           Todas ellas son jurisdicciones recientemente conquistadas en las que poco
           tiempo antes vivían, con distintos grados de autonomía política de facto,
           diferentes pueblos indígenas, desde los ranqueles en La Pampa hasta los
           mbyá en Misiones, pasando por esos Indianer genéricos que conoce en el
           Chaco. Precisamente es la condición misma de indígenas vencidos, paci-
           ficados y despojados de sus territorios lo que permite a Ruez acercárseles
           en sus aventuras etnográficas. Ciertamente Ruez no se priva de denunciar
           esta condición como injusta, aunque tampoco va más allá de la compasión
           cristiana ante lo que considera un cuadro humano vestigial en la necesa-
           ria marcha hacia la civilización. En este sentido, las circunstancias históri-
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