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62 EDUARDO DEVRIENT
fieles a las convicciones de la monarquía. Así pues, le caí simpático a Montmo-
llin por ser alemán y supe que su mujer también era alemana. Era hija del coro-
nel del regimiento de coraceros que había librado el famoso ataque de Gravelotte
donde cayó el comandante .
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No hizo falta que me lo dijeran dos veces, el sábado siguiente viajé con ellos
al castillo. El doctor Montmollin era un médico muy eficiente y querido, que
contaba con una fortuna propia, era generoso y era amigo de los pobres. Ade-
más de la casa y el jardín, dibujé a toda la familia. El dibujo con plumín se lo
regalé a la dama. Sentí algo muy especial durmiendo en la cama donde había
dormido el rey de Prusia: una ancha cama con un baldaquino sostenido por
cuatro columnas oscuras de madera torneada. El edredón de seda verde oscuro
también había abrigado al rey.
III
El primero de marzo de 1890, el vapor Dom Pedro de Chargeurs Réunis nos
llevó a la Argentina. Me encontré con mi amigo Salis en Le Havre, donde pasa-
mos la última noche en suelo europeo en un cabaret, donde Salis se fue des-
haciendo una a una de las monedas que su madre /14/ le había cosido en el
chaleco. Jeanne, la pequeña pelirroja, lanzaba gritos de júbilo ante cada moneda
y gritaba: "¡Quel agrément, quel agrément!", y la gorda española nos hizo escu-
char los primeros sonidos en español. A mí nunca me han calentado las dami-
selas. No las puedo despreciar y trato con ellas ingenuamente, pero luego, por
un instinto de higiene, me topo con la pared de cristal que nos separa.
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Viajamos en segunda clase con gente burguesa de buen nivel, parte de la cual
ya estaba instalada en Buenos Aires. Después de dos agitadas horas en el mar,
decidido a llevar mi ofrenda al dios Neptuno, recordé el libro de Robinson Crusoe
que de niño me habían regalado para Navidad y que relata la misma situación
cuando zarpan del puerto de Hamburgo. Durante diez días fuimos zarandeados
de aquí para allá, y nuestro júbilo fue enorme cuando llegamos a las Islas Canarias.
Para mí era el país de las maravillas. Colores y más colores que nunca había visto
en el norte, gente llena de vida y alegría. Las vendedoras en el mercado, con sus
dientes brillantes y sus ojos luminosos, me ofrecían naranjas y me preguntaban
cómo me llamaba, además de reírse de mis primeros intentos con el idioma. Fue
una experiencia encantadora. Pero no les dije mi verdadero nombre. El médico
del barco era partidario del Duque de Orléans con un entusiasmo fanático por la
monarquía. Me pidió que le hiciera un cuadro de una calle de Las Palmas que yo
había bocetado. Para ello me permitieron sentarme en primera clase a dibujar.
Por fin aparecieron en el horizonte las primeras típicas formaciones coloridas
de nubes sobre la costa sudamericana. Finalmente estábamos frente a Monte-
video y una noche después anclamos en Buenos Aires. El vapor estaba muy lejos
en la rada, nos llevaron a tierra firme primero con un remolcador, luego en un
pequeño bote de remos y finalmente en un /15/ carro de dos ruedas. Nos insta-
12 La batalla más importante de la guerra franco-prusiana, librada el 18/8/1870, a unos 10 km
al oeste de Metz.
13 Más adelante, en la p. /71/, vuelve a usar esta metáfora, consciente de haberla encontrado
en un texto literario.