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          fieles a las convicciones de la monarquía. Así pues, le caí simpático a Montmo-
          llin por ser alemán y supe que su mujer también era alemana. Era hija del coro-
          nel del regimiento de coraceros que había librado el famoso ataque de Gravelotte
          donde cayó el comandante .
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            No hizo falta que me lo dijeran dos veces, el sábado siguiente viajé con ellos
          al castillo. El doctor Montmollin era un médico muy eficiente y querido, que
          contaba con una fortuna propia, era generoso y era amigo de los pobres. Ade-
          más de la casa y el jardín, dibujé a toda la familia. El dibujo con plumín se lo
          regalé a la dama. Sentí algo muy especial durmiendo en la cama donde había
          dormido el rey de Prusia: una ancha cama con un baldaquino sostenido por
          cuatro columnas oscuras de madera torneada. El edredón de seda verde oscuro
          también había abrigado al rey.

          III
          El primero de marzo de 1890, el vapor Dom Pedro de Chargeurs Réunis nos
          llevó a la Argentina. Me encontré con mi amigo Salis en Le Havre, donde pasa-
          mos la última noche en suelo europeo en un cabaret, donde Salis se fue des-
          haciendo una a una de las monedas que su madre /14/ le había cosido en el
          chaleco. Jeanne, la pequeña pelirroja, lanzaba gritos de júbilo ante cada moneda
          y gritaba: "¡Quel agrément, quel agrément!", y la gorda española nos hizo escu-
          char los primeros sonidos en español. A mí nunca me han calentado las dami-
          selas. No las puedo despreciar y trato con ellas ingenuamente, pero luego, por
          un instinto de higiene, me topo con la pared de cristal  que nos separa.
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            Viajamos en segunda clase con gente burguesa de buen nivel, parte de la cual
          ya estaba instalada en Buenos Aires. Después de dos agitadas horas en el mar,
          decidido a llevar mi ofrenda al dios Neptuno, recordé el libro de Robinson Crusoe
          que de niño me habían regalado para Navidad y que relata la misma situación
          cuando zarpan del puerto de Hamburgo. Durante diez días fuimos zarandeados
          de aquí para allá, y nuestro júbilo fue enorme cuando llegamos a las Islas Canarias.
          Para mí era el país de las maravillas. Colores y más colores que nunca había visto
          en el norte, gente llena de vida y alegría. Las vendedoras en el mercado, con sus
          dientes brillantes y sus ojos luminosos, me ofrecían naranjas y me preguntaban
          cómo me llamaba, además de reírse de mis primeros intentos con el idioma. Fue
          una experiencia encantadora. Pero no les dije mi verdadero nombre. El médico
          del barco era partidario del Duque de Orléans con un entusiasmo fanático por la
          monarquía. Me pidió que le hiciera un cuadro de una calle de Las Palmas que yo
          había bocetado. Para ello me permitieron sentarme en primera clase a dibujar.
            Por fin aparecieron en el horizonte las primeras típicas formaciones coloridas
          de nubes sobre la costa sudamericana. Finalmente estábamos frente a Monte-
          video y una noche después anclamos en Buenos Aires. El vapor estaba muy lejos
          en la rada, nos llevaron a tierra firme primero con un remolcador, luego en un
          pequeño bote de remos y finalmente en un /15/ carro de dos ruedas. Nos insta-


          12   La batalla más importante de la guerra franco-prusiana, librada el 18/8/1870, a unos 10 km
          al oeste de Metz.
          13   Más adelante, en la p. /71/, vuelve a usar esta metáfora, consciente de haberla encontrado
          en un texto literario.
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