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SETENTA AÑOS. RECUERDOS. PARTE III 67
agua, pasa don Máximo Fernández a caballo y viendo cómo me esfuerzo
subiendo el balde con ayuda de la cigüeña (aparato que también se usaba en
Rusia), me pregunta:
–Dígame, ¿será cierto que usted habla francés, alemán e inglés, y sabe de
contaduría?
–Sí, señor.
–Pues véngase hoy a hablar conmigo.
Esa noche volví a dormir en una cama y dije adiós para siempre a la montura
usada como almohada. A la mañana siguiente era inspector de una estancia de
cinco leguas con un sueldo mensual de 80 pesos. Tenía un buen cuarto y, lo
más valioso, /21/ la protección de Máximo Fernández, que a partir de entonces
fue mi benefactor y me brindó su apoyo.
Máximo Fernández: con razón lo llamaban en Ginebra "le beau consul" . Un
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rostro de rasgos nobles, nariz aguileña, fuertes cejas, bigote y mouche, como
se le dice en Suiza a la barba pequeña debajo del labio inferior. Tempranamente
huérfano, tuvo que dedicarse al trabajo para labrarse una posición adecuada y
acorde a las características de su familia (provenía de una familia aristocrática
de España). Fundó una grasería en Cañuelas, donde se casó con una Cebey.
De ese matrimonio nacieron cinco hijos, dos niñas y tres hijos varones: Pepe,
Raúl y Máximo Esteban.
Fernández era más respetado que amado. Era un poco déspota y su ampli-
tud de miras le hacía prever cosas que los demás no veían, por lo cual se des-
tacaba en los negocios. Todos sus esfuerzos se centraban en lograr que sus
hijos siguieran sus pasos y hacer de ellos campesinos trabajadores y compe-
tentes: estancieros.
Lamentablemente no alcanzó su meta. Los hijos, muy inteligentes y talentosos,
desoían todos los consejos de su padre, y apenas él se ausentaba de la estancia,
comenzaban a celebrar continuas fiestas, a las que traían amigos de Buenos Aires.
El padre lo intentó de todas las formas posibles: primero administrando en forma
conjunta, después por separado, luego envió al menor a París para darle la opor-
tunidad de que conociera el mundo. Una vez más era el exceso de medios de que
disponían los hijos lo que les impedía lograr algo en la vida. Si bien me hice amigo
de ellos, participaba en sus fiestas y acompañaba al piano a Máximo Esteban que
tocaba el violoncelo, cumplía fielmente con mis deberes, cabalgaba todo el día
con los colonos y al atardecer hacía mis trabajos por escrito, que consistían
especialmente en llevar la contabilidad de los /22/ arrendatarios para que ninguno
sobrepasara su crédito. El almacenero solo podía vender a cambio de mis vales.
A los hijos les enojaba la mezquindad de su padre, y más de una vez tuve
que tomar partido por él, lo cual me ocasionó algunos inconvenientes. Raúl llegó
a decirme un día: "Entre nosotros dos ya no hay nada que hablar". Sin embargo,
fue una linda época, llena de episodios y aventuras.
"Vacunos" de boinas rojas y "radicales" de boinas blancas se disputaban desde
hacía tiempo el poder en el país. Los vacunos eran los estancieros, los dueños.
Radicales se denominaba, igual que ahora, a los que alguna vez querían llegar a
27 "El apuesto cónsul".