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SETENTA AÑOS. RECUERDOS. PARTE IV 69
en las próximas elecciones a favor del pueblo y de la Argentina, para que continúen
con Ortiz-Castillo en el poder. Un país con tantos analfabetos y personas poco
educadas, que tienen el mismo derecho a voto que la clase superior, o sea el dere-
cho a las elecciones generales e igualitarias, tiene por ende la desventaja de que la
mayoría ayuda a llegar al poder a un gobierno que es incapaz de gobernar bien. No
es el programa, ni la voluntad o la incapacidad del elegido, pero cada partido obtiene
sus votos solo por promesas personales, que muchas veces son imposibles de
cumplir. Por este motivo enseguida aparece la insatisfacción. Por otra parte, no todo
el mundo tiene el don de ser un buen gobernante; además de habilidades, se ha
de poseer también carácter y experiencia. En el caso de Ortiz-Castillo existen cier-
tas garantías que se basan en el éxito del gobierno de Justo.
IV
Hasta 1895 estuve en La Matilde, a veces a gusto y otras a disgusto de los hijos,
pero el viejo siempre se mantuvo afectuoso conmigo. Temprano por la mañana,
mientras tomaba durante horas su mate amargo, me hacía llamar y me preguntaba
por todo: cuánto maíz, cuánto trigo, cuántos corderos, cómo andaba la sarna, etc.
De vez en cuando también contaba episodios positivos de su vida y fue él quien
me aconsejó no usar armas como era costumbre allí. Me dijo: "Mire, dése cuenta
que primeramente Ud. mismo se sugestiona, creyéndose más fuerte con/25/fiando
en el arma. Ud. querrá imponerse por la fuerza. Segundo: viéndolo con un arma
la gente le tendrá miedo y tratará de defenderse y aventajarlo. Tercero: por más
coraje y puntería que Ud. tenga, no se podrá medir con uno de estos salvajes para
los que no hay más ley que dominarlo y tal vez eliminarlo". Nunca más llevé armas
y traté de evitar los enfrentamientos con tranquilidad y sensatez.
Me podría haber quedado tranquilamente en La Matilde, pero siempre tuve
muchos humos. Quería progresar, ser independiente, dueño y señor de algún
pedazo de tierra. Hablé con el viejo y le comuniqué que tenía pensado viajar a
Alemania, para tratar de reunir, con la ayuda de parientes y amigos, un pequeño
capital que me era indispensable para concretar mis planes. Había ahorrado
unos 2000 pesos. Para abaratar el viaje me empleé como capataz en un barco
inglés de transporte de ganado, que llevaba 400 novillos a Liverpool para la
empresa de exportación Kingsland & Cash. Fueron cuatro malas semanas.
Todos los días había que limpiar el estiércol, darles de beber y comer a los ani-
males, y cuando la mar se encrespaba, dejaba de ser una diversión. Llegado a
Liverpool fui a tierra para cambiar una libra que le debía al cocinero. En un bar
del puerto me tomé un brandy y quise pagar con la libra. El hombre no tenía
cambio y me tuve que tomar un brandy en otro bar. Eso fue demasiado para mi
cerebro poco acostumbrado al alcohol y me puse de un estado de ánimo alegre
que dos compañeros aprovecharon para festejar la llegada. Solo me pude des-
hacer de los tipos tomándome el tren de la tarde a Harwich, para después seguir
viajando. Ellos –un inglés y un danés– me llevaron de un bar a otro, y cuando en
uno de /26/ lo bares le tiré una rosa a una belleza de mala reputación, se acer-
caron otras muchachas que vivían en la misma calle, para beber todas juntas
por mi cuenta. Solo me acuerdo de haberme visto en circunstancias similares
dos o tres veces. Normalmente el alcohol no se me sube a la cabeza, sino que
se hace notar en el estómago, con lo cual dejo de beber.