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74 EDUARDO DEVRIENT
VII
Mi primo Karl, que me había seguido a la Argentina y había conseguido trabajo
en la quesería de La Matilde, había desaparecido cuando regresé de mi viaje a
Europa. Yo le había aconsejado que se quedara en La Matilde hasta mi regreso.
Los parientes siempre me cargaban de obligaciones, además le había prometido
a su madre que lo vigilaría. Le hacía ese favor a mi tía Elise con mucho gusto,
porque siempre la valoré por la severa pero correcta forma en que educaba a
sus hijos y por el coraje con que siempre defendía sus opiniones. Mi madre era
más blanda y se podría haber supuesto que su educación tendría menos éxito,
pero después la vida demostró que la severidad no siempre hace que los niños
alcancen mayores éxitos que la suave bondad y el aflojar un poco las riendas.
En resumidas cuentas: los hijos de la tía Elise no eran mejores que nosotros.
Mi primo Karl había desaparecido y escuché que estaba trabajando en una
quesería de Chacabuco. Con Máximo Fernández me había puesto de acuerdo
respecto a la administración y explotación del campo de Ituzaingó. Yo había
traído el rebaño de ovejas y administraba la chacra. Para eso necesitaba encon-
trar un fiel y honrado compañero y ayudante. Y quién mejor que mi primo Karl.
/33/ Ensillé mi rosillo overo, un animal de excelente complexión que tenía
todo el pelaje salpicado de pequeñas motas rosadas, y tomé de las riendas a
Héctor, el Malacara. Era una tarde muy sofocante, y los caballos estaban empa-
pados de sudor. Cuando finalmente se divisó una fuerte tormenta en el horizonte,
procuré encontrar un techo seguro. Me encontraba en la salida de la estancia
de Segundo Arce, tristemente conocido por haber asesinado a su amante y
haberla enterrado en el patio. Había allí un buen rancho con galpón, donde justo
estaban entrando un rebaño de ovejas, y decidí probar mi suerte. En respuesta
a mi "Ave María" acudió una muchacha muy bonita, que desapareció enseguida
para volver a aparecer luego con una vieja de vestido marrón. Como me enteré
después, el vestido marrón lo llevaba puesto para cumplir con un voto.
–Vengo á pedirle permiso para bajar y pasar la noche, si es posible; ¡está
subiendo una tormenta brava!.
Una mirada escrutadora y luego:
–Bájese mozo, puede manear los caballos, y pase adelante.
El rancho tenía los dormitorios de la familia, y en el galpón estaba el fuego,
donde se reunían todos. En el sillón forrado de cuero estaba sentado un gaucho
muy marcial con el chambergo en la frente, bota de potro y tirador de plata.
Sorbía lentamente su mate, era pura dignidad y casi no miraba al extraño, al cual
ahora se le ofrecía asiento. Aquel hombre era Pantaleón Arrieta, segundo esposo
de la hija de la vieja, que era la abuela viuda y dueña de todo. La bonita mucha-
cha ofrecía el mate, y su apariencia segura y su gracia me encantaron desde el
primer momento. La vivienda estaba bajo la completa influencia de la abuela, y
las viejas costumbres criollas se respetaban rigurosamente.
/34/ Al día siguiente, cuando los jóvenes saludaban a la abuela, escuché que
le pedían su bendición: "¡La bendición, abuela!", a lo cual la vieja contestaba casi
severamente: "Bueno, m'hija". Mientras tanto, fumaba cigarrillos liados por ella
misma y guardaba en su pecho la única caja de fósforos como un tesoro. La nieta
evitaba pedirle un fósforo. Por supuesto que el nieto Pedro era lo opuesto de la
ahorrativa y tacaña vieja. Había pasado tantas noches jugando que después de