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SETENTA AÑOS. RECUERDOS. PARTE VII / VIII 75
unos años no quedaba mucho de las vacas, las ovejas y las yeguas. Pero nadie
le pedía rendir cuentas, la locura del nieto por el juego se tomaba con sosiego y
como una providencia de Dios. No obstante, me dio la impresión de una vida de
familia muy tradicional, sencilla y laboriosa. La abuela había migrado con su marido
desde la provincia de San Luis y habían sido unos de los primeros en sembrar
trigo y maíz en Carmen de Areco, con lo cual habían logrado cierto bienestar.
Las continuas invasiones de los indígenas los habían ahuyentado de San
Luis. La abuela contaba que tenía siempre atado en la puerta el caballo con la
montura puesta y que más de una vez había tenido que huir con su hijo en la
noche para buscar refugio en el fortín. Eran personas calladas, acostumbradas
a peligros de todo tipo y endurecidos por las privaciones. El siguiente suceso
da muestras de su forma de ser: El pequeño Pedro juega cerca de su madre
Mercedes, que está lavando, él se cae en el pozo, la madre enseguida salta tras
él, se quiebra una pierna, pero igualmente sostiene al niño fuera del agua, hasta
que después de un rato escuchan sus gritos de auxilio y los sacan. Los abuelos
se llamaban Quiroga y no es poco probable que fueran parientes de los Quiroga
que habían sido dueños de Las Raíces .
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El destino me había llevado hasta la mujer que hizo que mi vida fuera digna
de ser vivida, gracias a su fidelidad, /35/ su laboriosidad, su tranquilo entendi-
miento y su tacto, sin olvidar su apego al terruño y su saludable belleza. Mi
camino me llevaba a menudo hacia ella, hasta que finalmente fue mi esposa.
A mi primo Karl lo encontré en Chacabuco y lo convencí de venir conmigo a
Ituzaingó, donde al principio vivíamos en una casilla con dos ruedas en las con-
diciones más precarias. Mi pequeño capital estaba invertido en la compra de
las ovejas y quedaba muy poco para la subsistencia. Había que aprovechar todas
las posibilidades para generar dinero. Por ese motivo recortamos las melenas
de los caballos y mi primo Karl se fue con una bolsa donde pusimos las crines
lamentablemente junto con una docena de huevos. Cuando llegó a Los Toldos,
los huevos estaban rotos y las crines tan sucias que el comerciante solo por
compasión le dio unos pesos que apenas alcanzaron para comprar un poco de
yerba, azúcar y galletas. Vivíamos casi solo a base de zapallos, que eran muy
ricos cocinados sobre ceniza, pero ahora no puedo ni verlos, enseguida me
acuerdo de la casilla, de la cocina de chala y del viento que hizo que la casilla
se desequilibrara y cayera con mucho estruendo, tirando nuestro campamento
y a nosotros mismos contra la pared de tablas.
VIII
Habían pasado varios años de arduo trabajo en Ituzaingó, cuando Máximo Fer-
nández decidió repartir su propiedad entre sus tres hijos. A Máximo chico, el
hijo menor, le dio San Román, y como nos llevábamos muy bien, me propusie-
ron asociarme con él con mi propiedad de ovejas. Acepté de buen grado, ya
que imaginé que con un mayor capital iba a avanzar más rápido. Pero al poco
tiempo se puso de manifiesto que /36/ yo estaba acostumbrado a trabajar solo.
Mi naturaleza no toleraba la dependencia. Máximo chico, como hijo del dueño,
37 Estancia que adquirió el autor en 1935, luego de vender La Constancia, véase págs. /92-95/.