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SETENTA AÑOS. RECUERDOS. PARTE X               87



                 /53/ En Berlín consulté a la principal eminencia en enfermedades de nervios
              y cerebro: el profesor Ziehen de Jena. Él me recomendó la institución del pro-
              fesor Brauckmann en Jena, adonde llevamos a Rico. Allí aprendió algo más, se
              alegraba inmensamente cuando me volvía a ver, pero el problema orgánico no
              pudo ser curado. Cuando fue más grande y la señorita Lockinger ya no lograba
              cuidarlo muy bien, lo llevé a Gera. Durante la guerra, cuando la alimentación fue
              mala y pobre, falleció de debilidad intestinal. Dentro de la mala suerte, fue una
              liberación. Mamá  me contó qué festiva y emotiva había sido la cremación, así
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              que pensando que obraba como ella hubiera querido, a ella le di sepultura de
              esa misma manera.
                 Romualdo viajó solo de regreso. Falleció antes que Rico. Un domingo des-
              pués del almuerzo me dijo: "Déjeme ir un momento a lo de Ordoñez, tengo un
              compromiso de correr una carrera". No volvió más, un infarto puso punto final a
              su vida. Había sido un muchacho fiel, siempre dispuesto para trabajo y para
              farra. Lo lloramos, mamá y yo, como si hubiera sido de la familia.
                 Cuando llegué con Rico a lo de mi hermana Lucy en Charlottenburg, percibí
              cierta excitación en la casa. Mi cuñado Schichtmeyer me informó de una heren-
              cia holandesa. Un abogado de Haarlem había buscado a los herederos de un
              tal Zende, que había fallecido hacía varios años sin herederos directos, para
              repartir entre ellos una fortuna de aparentemente 80.000 florines. La herencia
              había sido administrada hasta ese momento por el gobierno holandés y estaba
              por vencer si no se encontraba a los herederos. Mi cuñado Schichtmeyer opi-
              naba que valdría el esfuerzo averiguarlo personalmente, y como yo tenía tiempo,
              fui a Haarlem munido de consejos y poderes. /54/ Al llegar allí, casi me va mal,
              porque en el hotel el camarero dejó mal cerrada una llave de gas. Pero cuando
              me desperté con un feo dolor de cabeza en la noche, felizmente pude buscar
              ayuda a tiempo.
                 Cuando a la mañana siguiente me presenté en lo del abogado y le dije que
              venía de Argentina, opinó sorprendido: "¡Dios mío, no habrá usted venido desde
              la Argentina por esa herencia!". Lo calmé, y cuando le dije que había venido para
              conocer Haarlem y para ver la casa del tal Zende, me llevó por todas partes, a
              los campos de jacintos, a ver las pinturas de Frans Hals y a todo lo que en
              Haarlem valía la pena visitar. También me comentó que Zende había sido un
              trabajador sencillo, que se había construido su pequeña casa, que se había
              rematado y el monto obtenido era la base de la herencia. Retribuí entonces la
              invitación con un buen desayuno con ostras y vino espumante. Cada uno recibió
              80 marcos, solo la tía Olga, como representante de la generación anterior, reci-
              bió unos 500. Los descendientes de Zende, gracias a un hermano que había
              emigrado a Danzig, estaban diseminados en Mecklemburgo y Prusia. Allí se
              habían encontrado no menos de 45 herederos.




              56   Se refiere a su esposa, Justa Lanotta, a quien había conocido cuando se refugió camino
              hacia la estancia Ituzaingó, en la que se estaba instalando (ver cap. VI). Cuando llega a La
              Constancia ya tiene los dos primeros hijos, Ricardo y Lola. A partir de aquí, vuelve a referirse
              siempre a su esposa como "mamá", salvo una única vez que la llama por su nombre, lo que
              evidencia que la narración está destinada exclusivamente a los familiares.
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