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SETENTA AÑOS. RECUERDOS. PARTE XI 89
pegarle una bofetada, pero se me escurría para diversión de los peatones que
eran testigos de lo que ocurría.
De Berlín fuimos vía Weimar, Fráncfort, Geissenheim y Karlsruhe hacia Baden-
Baden, donde nos esperaba la anciana tía Olga, radiante de alegría, en la estación
de tren. Por cierto, en las cercanías de Worms tuvimos en el tren un reencuentro
inesperado con K. v. B. (no puedo recordar el nombre), que en los primeros tiem-
pos de mi matrimonio había sido voluntario conmigo en Ituzaingó. El padre había
sido coronel de un regimiento de coraceros y el hijo, primero estuvo en la marina,
pero no pudo amigarse con las altas marejadas. Más tarde volvió nuevamente a
Alemania y allí se casó con un buen partido. En el tren había escuchado que
hablaban en castellano y se puso muy contento cuando nos reconoció.
Felices sueños y recuerdos surgían en mí mientras recorría con mi hermosa
esposa y mis siete rozagantes hijos la ciudad de mi juventud, la maravillosa
Lichtentaler Allee y, bajo pinos altísimos, la montaña hacia Seelighof, donde
pasamos la primera noche. Mi vida había sido dura, llena de privaciones y escasa
de diversiones. Por eso fue una gran satisfacción para mí haber podido lograr y
ofrecer a mi fiel esposa y a mis hijos una vida más cómoda y enriquecedora. /57/
El que más disfrutaba era yo; a Justa le costaba esfuerzo acostumbrarse al
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idioma y a las nuevas circunstancias, y lo que para mí era patria, para ella era
desconocido, aunque todo fuera más que hermoso. Tuve la suerte de poder
adquirir por poco dinero una acogedora casita en la Fremersbergstrasse. Hasta
el primer piso estaba envuelta en rosas y glicinas, una verdadera joyita por
36.000 marcos. Allí se mudó entonces la familia, y en un abrir y cerrar de ojos
teníamos comprados los muebles, la vajilla y demás enseres del hogar, y la casa
cómodamente arreglada. Los niños asistieron a la escuela y fueron muy bien
aceptados en todos lados.
En aquellos tiempos, ejercí en Baden la actividad de asistencia social a con-
denados leves y sus familias, para lograr que después de su liberación de la
cárcel tuvieran la posibilidad de reinsertarse con pan y trabajo. El decano Ludwig
me había recomendado y presentado a la Asociación de Asistencia Social. Toda-
vía me acuerdo de la primera presentación. En primer lugar, llegué tarde, lo cual
me valió una severa mirada de la baronesa Roeder. El presidente era el funcio-
nario jefe H. (no recuerdo su nombre), un hombre tranquilo, seguro de sí mismo
y consciente de su función: capitán retirado del 109° Regimiento de Granaderos
de la Guardia del Rey. Surgió la pregunta de qué se haría con el capital acumu-
lado. El funcionario opinaba que habría que formar un fondo de reserva. Y yo
me permití contradecirle y opiné que, siendo una asociación de ayuda, el dinero
debía ser repartido en forma generosa entre las familias abandonadas. En un
caso de repentina y mayor necesidad ya se encontrarían los medios para dis-
poner del dinero necesario. Produjo cierta conmoción el hecho de que el recién
llegado no compartiera la opinión del presidente. Sin embargo, recibí apoyo de
todos, y la baronesa v. R. ya me miraba con mejores ojos. Entonces me enco-
mendaron que me ocupara del cuidado de las prisiones de la zona y de los
mismos prisioneros. /58/ El funcionario me introdujo en la prisión. Los altos
59 Solo aquí aparece el nombre de la esposa, Justiniana Lanotta, a la que suele llamar "mamá".